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La reseña histórica de la Introducción muestra que el fenómeno de los accidentes laborales lleva a la necesidad de definir, entre otras responsabilidades, en cabeza de quién o quiénes se encontraba el deber de prevenir y reparar los daños ocurridos como consecuencia del trabajo. Estas dos facetas, prevención y reparación, se desdoblan pero conforman una problemática que tiene el mismo origen. A lo largo del tiempo, los países han transitado desde el caso extremo de indefinición hacia regímenes que transfirieron la responsabilidad totalmente al empleador para llegar, finalmente, hacia el período de posguerra, a sistemas de riesgos del trabajo basados en la responsabilidad social, al menos en materia de reparación.
En el contexto histórico, la Argentina muestra una evolución paradójica. Hacia principios de este siglo había alcanzado una posición de avanzada en materia de legislación sobre prevención y reparación de riesgos laborales. Basta recordar los primeros antecedentes en materia de prevención que se remontan a principios de este siglo, cuando en 1914 por iniciativa presidencial se presentó en el Congreso el primer proyecto de ley sobre higiene y seguridad en el trabajo[1]. En 1915, con la Ley 9.688, se regla la protección de los trabajadores frente a los accidentes y enfermedades profesionales, marcando un hito de trascendental importancia. En la reglamentación del año 1916 se incluyó un capítulo dedicado a la prevención de accidentes, la higiene y la seguridad.
Sin embargo, en las cuatro décadas anteriores a la reforma de 1995, la Argentina se retrasó en generar mecanismos concretos que permitieran reducir la siniestralidad. La falta de innovación y actualización de los instrumentos regulatorios y los embates externos al propio régimen implicaron, en la práctica, recorrer un proceso involutivo. El punto crítico recién se alcanzó en la década de los 90 cuando las transformaciones que experimentó la economía argentina desnudaron con toda claridad el agotamiento del régimen.
Este capítulo del Informe está dedicado a documentar una breve reseña de los antecedentes y génesis del régimen vigente en Argentina antes de la reforma de 1995.
En la Argentina el esquema de reparación de los siniestros laborales tuvo su origen en la Ley 9.688 del año 1915. A través de esta norma se incorporaron al derecho laboral argentino las ideas más modernas prevalecientes en la época. El principal fundamento de esta innovación legislativa fue la manifiesta incapacidad de los esquemas de reparación de daños contemplados en el derecho común para resolver los problemas emergentes de las relaciones laborales. En un principio, la cobertura alcanzaba a actividades industriales y de servicios expresamente especificadas. En 1940, se extendió el acceso a la cobertura a todos los trabajadores en relación de dependencia excepto los del servicio doméstico.
Conforme a los criterios y tendencias aplicados en los países más avanzados se creó un cuerpo normativo o instituto laboral con el fin específico de reparar las consecuencias de los siniestros laborales. El régimen se basó en la responsabilidad individual del empleador, tomando diferentes matices, pero siempre gestada en torno al vínculo de subordinación que subyace en la relación trabajador-empleador[2]. Se trataba de un esquema prestacional tarifado que dejaba de lado los conceptos tradicionales de responsabilidad, culpa y causalidad presentes en el derecho civil. Esta diferenciación del tratamiento de los riesgos del trabajo como parte separada del derecho común tuvo tres objetivos principales. En primer lugar, dar automaticidad a las prestaciones, introduciendo un significativo avance con respecto a las limitaciones del derecho civil para atender las reparaciones de índole social y económica que genera en la víctima un accidente o enfermedad profesional. En segundo lugar, introducir incentivos para estimular la prevención. Por último, limitar la responsabilidad del empleador de manera que los costos puedan ser predecibles y sujetos al cálculo económico.
En materia de prevención, la Ley 9.688 de 1915 dio origen a un decreto reglamentario donde se establecieron las condiciones de higiene y seguridad que debían cumplirse en los lugares de trabajo. Con posterioridad, se fueron modificando estas normas y se establecieron mecanismos de fiscalización y sanciones a los incumplimientos por parte de los empleadores. Este andamiaje regulatorio tuvo un desarrollo independiente, aislado y escasamente integrado al sistema de reparación de daños previstos en la Ley 9.688. En 1972, a través de la Ley 19.587 y el Decreto reglamentario 4.679/72 se integró y actualizó orgánicamente la normativa sobre higiene y seguridad en el trabajo. Sin embargo, nunca llegó a aplicarse en su totalidad, fundamentalmente por falta de mecanismos institucionales adecuados y deficiencias estructurales de diverso origen en las empresas[3]. Una nueva reglamentación, vigente en la actualidad, llegó siete años después por medio del Decreto 351/79 pero chocó con los mismos inconvenientes.
El cuerpo de normativa creado a partir de 1915 constituyó un avance significativo y durante varias décadas conformó un marco regulatorio eficaz para satisfacer las necesidades de trabajadores y empleadores teniendo en cuenta el entorno socioeconómico en que se aplicaban. Sin embargo, su capacidad para resolver la problemática implícita en la dinámica de los riesgos del trabajo se fue debilitando a lo largo del tiempo. Mientras los países más avanzados reformaban sus sistemas de riesgos del trabajo para dar soluciones a los aspectos insatisfactorios, la Argentina reaccionaría en forma tardía y no sistemática. Los esfuerzos desarrollados en la década de los 70, impulsados a través Programa Internacional para Mejorar las Condiciones y Medio Ambiente de Trabajo (PIACT) y otros programas de la OIT, dieron lugar a nuevas acciones para mejorar la prevención pero, desafortunadamente, no se plasmaron en resultados tangibles y permanentes. Así, la metodología implementada para el mejoramiento de las condiciones y medio ambiente de trabajo no cumplió cabalmente con sus objetivos.
A dicho deterioro contribuyeron, por un lado, fenómenos externos al propio régimen como la inestabilidad económica que erosionó sus bases dejando desactualizados, en muchos casos, los esquemas indemnizatorios tarifados. Por otro lado, la falta de actualización de los instrumentos a causa de los impedimentos burocráticos, dio lugar a la necesaria intervención de la justicia para arbitrar la equidad en la resolución de los conflictos.
Una explicación comprensiva de las causas de estos resultados insatisfactorios debe necesariamente reconocer que la legislación original del año 1915 surgió, fundamentalmente, para dar respuesta a la reparación de los daños siguiendo los esquemas que adoptaron los demás países y en los cuales prevalecía la disociación de la reparación y la prevención. Después de la Segunda Guerra Mundial, estos conceptos se fueron integrando en los sistemas de riesgos del trabajo pero, en Argentina, la normativa sobre prevención, aunque abundante, no fue integrada para formar un sistema articulado. Esta es una de las principales causas que socavaron su eficacia para cumplir con los objetivos que se proponía.
Ante la ausencia de instrumentos de aplicación automática que condujeran a soluciones equitativas, la única vía para resolver los problemas se canalizó a través del litigio. Dos grandes brechas abiertas en el seno del régimen anterior permitieron la masificación de los procedimientos litigiosos. Por un lado, la indeterminación de las prestaciones debido a la posibilidad de eludir el esquema tarifado a través de la vía civil y, por el otro, la indeterminación del ámbito de contingencias cubiertas debido a la apertura de la definición de enfermedad profesional, es decir, la extensión a otras enfermedades cuyo origen y desarrollo no se vinculaban directamente con el trabajo.
A estas circunstancias debe agregarse la influencia indirecta de otros factores externos al propio régimen derivados del modelo de economía cerrada y los desequilibrios macroeconómicos que provocaron alta inflación, estancamiento, deterioro de las condiciones de trabajo y regulaciones generalizadas a la actividad económica. Estos factores contribuyeron a exacerbar la litigiosidad en los reclamos reparatorios y a erosionar aún más la escasa conciencia hacia la prevención. De esta manera, la vía judicial, como única salida para introducir la equidad en el tratamiento de los riesgos laborales, suple las brechas jurídicas, económicas y sociales que presentaba el régimen anterior.
Algunos datos son ilustrativos de la situación a la que se llegó. A partir de un exhaustivo relevamiento realizado en los tribunales de Capital Federal, se ha estimado que durante el período comprendido entre agosto de 1993 y agosto de 1994 se presentaron 8.545 demandas por conflictos originados en accidentes de trabajo y enfermedades profesionales por un valor de $1.145 millones. Proyectadas estas cifras a nivel nacional y considerando los honorarios de peritos y abogados se llega a 52.556 demandas por un valor de $11.000 millones[4].
Este fenómeno alentó el desvío y la dilapidación de esfuerzos y, en consecuencia, la desatención del fin tutelar que justifica la legislación sobre la seguridad del trabajo. En la lógica del régimen anterior, la litigiosidad era el entorno en el cual los actores involucrados estructuraban sus acciones.
En el seno de muchas empresas el anterior régimen de accidentes de trabajo era asumido como una permanente amenaza dada la excesiva cantidad de litigios. Este era uno de los problemas más serios que afectaba negativamente los costos de las empresas, particularmente las pequeñas y medianas, ya que en la práctica se desplazaba una enorme masa de recursos desde la reparación de los daños y la prevención de los riesgos hacia el engrosamiento de los costos del proceso judicial.
La cantidad y el monto de las demandas por accidentes o enfermedades profesionales que soportaba un empleador tenían poca o ninguna correlación con la inversión que realizaba para mejorar las condiciones de seguridad y medio ambiente de trabajo. La normativa sobre higiene y seguridad y sus esquemas sancionatorios tampoco eran percibidos por las empresas como un factor relevante para la toma de decisiones. En este entorno era más conveniente y, en casos, inevitable, invertir recursos en administrar el litigio antes que en la prevención de accidentes y enfermedades.
La crisis terminal del régimen de riesgos del trabajo tuvo consecuencias sobre su propio funcionamiento desvirtuando los objetivos que justificaron su existencia. Adicionalmente, tuvo un impacto indirecto sobre la macroeconomía y el funcionamiento del mercado de trabajo.
El creciente deterioro del régimen anterior trajo consigo una generalizada despreocupación por la prevención siendo ésta la principal consecuencia negativa. Tres rasgos definen este fracaso. En primer lugar, los reclamos no tenían una correlación estrecha con las inversiones que los empleadores realizaran en prevención. En segundo lugar, la información especializada en frecuencia siniestral y la capacitación eran escasas o inexistentes.
En tercer lugar, el único estímulo que quedaba en pie para inducir a los empleadores a prevenir los accidentes era la fiscalización estatal. Sin embargo, las malas reglas de juego también condujeron a desjerarquizar el papel del Estado, el cual, por lo demás, estaba reducido a una débil presencia de fiscalización y tenía pocas posibilidades de ejercer su responsabilidad como garante de la prevención. En materia de promover mejoras en el medio ambiente de trabajo sus acciones eran muy débiles y, básicamente, se reducían a enunciados legales que caían en el olvido a la hora de su aplicación práctica.
Otro ingrediente que contribuyó al retraso en materia de prevención radica en el hecho de que, bajo las reglas de juego imperantes, las compañías proveedoras del seguro que operaban en el segmento de riesgos del trabajo, en general, no se especializaban en la prevención de accidentes de trabajo y enfermedades profesionales. Los siniestros laborales tenían el mismo tratamiento que los demás, es decir que se investigaban sus causas en función del reconocimiento de la indemnización y no con el objetivo de prevenir su recurrencia. En otras palabras, a diferencia de lo que ocurrió en otros países, no se desarrollaron entes de gestión especializados.
Una autoevaluación de los empleadores sobre el cumplimiento de las normas de higiene y seguridad hacia 1996 arrojó resultados por demás elocuentes. De este censo se desprende que solamente el 3% de los empleadores cumplía integralmente con la normativa y que solamente una tercera parte de ellos cumplía con la normativas básica. Esta evidencia marca la amplia brecha existente en materia de higiene y seguridad en el trabajo con respecto a los estándares adoptados internacionalmente. En otras palabras, el esfuerzo desplegado en exigir cumplimiento de normativa no se reflejó, en la práctica, en la efectiva creación de condiciones y medio ambiente de trabajo seguros dejando un elevado pasivo en el seno del aparato productivo argentino.
Naturalmente, varias décadas bajo reglas de juego que no incentivaban el cumplimiento de la normativa de higiene y seguridad, generaron las condiciones para que las tasas de siniestralidad laboral alcanzaran valores exageradamente altos. Este es un síntoma contundente de que la sociedad ha estado asumiendo costos sociales y económicos que podrían ser evitados con una mejor organización institucional del sistema de riesgos del trabajo. Las comparaciones internacionales sobre mortalidad por accidentes de trabajo constatan el retraso de nuestro país en materia de condiciones y medio ambiente en los lugares de trabajo.
La crisis socavó las bases del régimen anterior dejando en situación de desprotección a una gran cantidad de familias. Las prestaciones al trabajador accidentado quedaban supeditadas a los tiempos que imponían los litigios y no a las necesidades que experimenta el trabajador. La falta de automaticidad ponía al trabajador en una situación de desventaja ya que quedaba a su cargo afrontar las consecuencias del siniestro mientras esperaba la resolución del reclamo. En el caso de obtener un resarcimiento económico, quedaba en sus manos la no fácil tarea de administrar convenientemente una suma de dinero. Las prestaciones médicas, en muchos casos, terminaban siendo provistas por el sistema de obras sociales o por la red de hospitales públicos, circunstancia que también contribuyó a socavar sus bases financieras y a generar subsidios al sector privado financiados con el presupuesto público para salud. El vacío más importante venía dado por la inexistencia de apoyo al trabajador para su retorno al trabajo.
El carácter voluntario de la adhesión del empleador a la contratación de un seguro, dejaba expuesta una amplia masa de trabajadores a la sola capacidad del empleador para responder con su patrimonio al resarcimiento de los daños reclamados, acentuando así la desprotección al trabajador en caso de insolvencia de aquél. El Fondo de Garantía que había creado la Ley 9.688 de 1915 no siempre tenía asegurado el financiamiento necesario para afrontar las prestaciones y no era de fácil acceso cuando se trataba de reclamos originados en las provincias.
El alcance de la cobertura a través de la contratación de un seguro también era limitado en cuanto a la población cubierta y a las reparaciones contempladas. Por una parte, el acceso a la cobertura a costos razonables no siempre era una posibilidad para todos los empleadores. Esta situación se agravó hacia 1991 cuando la liquidación del Instituto Nacional de Reaseguros puso fin al régimen de reaseguro estatal a través del cual se subsidiaba implícitamente a las compañías de seguro. Así, durante el período 1992-95, según datos de la Superintendencia de Seguros de la Nación (SSN), solamente la mitad de los empleadores con trabajadores en relación de dependencia contaban con algún tipo de cobertura contra riesgos del trabajo. Por otra parte, las coberturas generalmente estaban sujetas a franquicias, no incluían incapacidades temporarias y ciertas enfermedades profesionales. Tampoco se contemplaban las prestaciones dinerarias en forma de rentas, la rehabilitación y la recalificación profesional.
Los costos altos e inciertos fertilizados por el entorno de litigiosidad introducían fuertes distorsiones en el mercado de trabajo, desalentando las inversiones y la creación de empleos, al tiempo que se fomentaba la precarización de las relaciones laborales. Por un lado, los costos del seguro eran altos en relación a las prestaciones y en relación a los niveles internacionales. Por otro lado, la incertidumbre provenía del hecho de que amplias franjas de riesgos no eran suceptibles de cobertura a través de un seguro. Estas consecuencias negativas tuvieron mayor intensidad en el sector de las empresas medianas y pequeñas que son las que generan la mayor porporción de empleo. En no pocos casos, el proceso judicial podía llegar a provocar la quiebra del empleador.
Otra consecuencia negativa fue la segmentación del mercado de trabajo. En efecto, las políticas de selección de personal de muchas empresas discriminaban en favor de personas con óptimas aptitudes psicofísicas y en contra de aquéllas que tuvieran alguna dificultad física aunque ésta no afectara su normal desempeño laboral. Esto tuvo un triple efecto: limitar las posibilidades de acceso a un empleo a muchos trabajadores, encarecer el proceso de selección a través de exámenes costosos, y reducir la eficiencia al elegir a los trabajadores sobre la base de criterios reñidos con la productividad.
El régimen anterior de riesgos del trabajo generó conductas ajenas a sus propósitos poniendo en marcha mecanismos que terminaron desvirtuando sus objetivos y, ciertamente, convirtiéndolo en el ámbito más polémico de la legislación laboral argentina. La inviabilidad de sostener esta situación se hizo mucho más evidente una vez recuperadas la estabilidad y el crecimiento económico. Por un lado, la necesidad de alcanzar un equilibrio presupuestario imposibilitó el sostenimiento del monopolio estatal del reaseguro. Por el otro, la integración a los mercados internacionales exigió eliminar los sobrecostos, especialmente si éstos afectaban la capacidad de generar empleos.
Desde una perspectiva más general, las reformas introducidas por la nueva legislación se inscriben en el proceso de transformación económica que la Argentina a transitado en los últimos años. De hecho, esta reforma no es una reacción casual sino que, por el contrario, la estabilidad y la apertura económica habían desnudado las distorsiones creadas al amparo del régimen anterior haciendo explícito e imperativo su rápido reemplazo. El desarrollo económico con crecimiento del empleo en un contexto de reinserción de la Argentina en espacios económicos globalizados reclamaba reglas de juego adecuadas en materia de protección de la salud de los trabajadores y de mejoramiento de la productividad.
La necesidad de asegurar y proteger la salud de los trabajadores se convierte así en la consecución de una ventaja competitiva que no entra en conflicto con el mejoramiento de la productividad de las empresas sino que complementa dicho proceso. Por esta vía, se crea un incentivo para aumentar las inversiones y el empleo y, en definitiva, para lograr el desarrollo económico, concepto amplio que además del crecimiento contempla el bienestar del hombre.
1. Aunque la ley no fue sancionada, el proyecto merece ser citado por haber sido de avanzada para esa época.
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2. En Argentina, la ley de accidentes de trabajo original se basó en la teoría del riesgo profesional, pasando en el año 1940 a la de riesgo de autoridad.
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3. La provincia de Buenos Aires había sancionado en 1966 la primera ley que trata sobre cuestiones relacionadas con higiene y seguridad en el trabajo con similares resultados en términos de implementación.
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4. IDEA, Propuestas para una reforma laboral, 2a edición, Buenos Aires, mayo de 1995.
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